Asistieron: Andrea Lostaunau, César Zarzosa, Ivar Calixto, Johan León, Juan Manuel Sosa, Maribel Málaga.
Expuso: Johan F. León
Documentos:· Derecho a la consulta de los pueblos indígenas (Informe Defensoría)· Discurso de la defensora del pueblo ante la Comisión Bagua (Relación de hechos)
· Informe final de la Comisión Bagua
Conclusiones de la primera mesa de debate
Muy a menudo se dice que la función de un Tribunal Constitucional en el esquema de la arquitectura constitucional contemporánea es la pacificación, ordenación o composición de un conflicto de naturaleza constitucional, esto es, la solución de un conflicto que compromete seriamente el normal desarrollo de nuestra vida pública. Esta forma de ver la justicia constitucional, que hemos aprendido en los manuales más clásicos sobre el tema, tiene, sin embargo, una fuerte connotación histórica y marca una señal del problema principal del derecho constitucional de nuestro tiempo.
Dicha concepción es tributaria pues, entre otras influencias, de Rudolf Smend que la desarrolló en plena época de la turbulenta República de Weimar. No representó otra cosa que el intento de conciliar mediante el derecho y la Constitución, la fuerte polaridad que existía en la sociedad alemana de ese entonces (entre izquierda y derecha, que se repetía en muchos otros países de manera más o menos crítica). Los valores que se encontraban en la Constitución debían ayudar a solucionar, por vía de la interpretación, el conflicto que a veces parecía irreconciliable, entre la libertad y la igualdad, que enfrentaba a dos tendencias políticas cada vez más lejanas la una de la otra: el liberalismo y el socialismo o comunismo.
Esta postura reflejada en su doctrina de la función integradora del texto constitucional caló pues muy hondo cuando luego de la Segunda Guerra Mundial los juristas alemanes asumirían como propia de la justicia constitucional dicha cualidad conciliadora (Hesse, es un ejemplo muy conocido). En los tiempos actuales, aún cuando el conflicto ideológico entre socialismo y liberalismo ha cedido mucho, el dato de la pluralidad valorativa de la sociedad ha sido resaltado como un signo identitario de nuestro tiempo (Isaiah Berlin, entre otros). El pluralismo cultural o multiculturalismo, expresado en la coexistencia de muchas culturas dentro de una misma sociedad nacional, es quizás la expresión más tangible de dicha realidad plural y ha irrumpido hace ya algunos años como uno de los temas más sensibles y conflictivos de la agenda política de casi todos los países del mundo. En Europa, producto de la convivencia de culturas a la que ha obligado el fenómeno de la inmigración, en América gracias a la irresuelta situación de exclusión de los pueblos indígenas y a los cada vez más activistas movimientos de defensa de sus derechos.
Ante dicha realidad, la doctrina constitucional contemporánea ha respondido de diversas maneras, incorporando a su acervo temas como la “Constitución cultural”, propuesta por Häberle, que intenta ver a los textos constitucionales como expresión profunda de los valores de una cultura determinada, o la “Constitución pluralista” de Zagrebelsky, que contiene ella misma el germen y solución de la pluralidad valorativa existente en nuestra sociedad. Al mismo tiempo, desde la teoría de los derechos fundamentales, se han planteado discusiones respecto a la existencia de derechos colectivos, debate que ya ha tenido eco en la jurisprudencia, aceptando ésta la presencia de estos derechos y desarrollándolos de un modo muy activo (Corte Constitucional de Colombia). A nivel más general, pero no menos importante, han surgido también interesantes enfoques acerca del pluralismo legal, que han sido impulsados sobre todo desde el punto de vista de la antropología jurídica (Guevara Gil).
En nuestro país el tema no había sido aún materia de discusión, ni pluralismo ni multiculturalismo habían entrado en el ámbito de la jurisprudencia constitucional o el debate académico nacional. La situación, sin embargo, ahora es distinta. El problema ocurrido en Bagua, con el trágico saldo de vidas humanas perdidas, y el enfrentamiento constante entre pueblos indígenas, sobre todo de la Selva, y el gobierno, por la aprobación de unos decretos legislativos reclamados como inconstitucionales, ha puesto este tema en discusión. Al punto que hoy se debate en el seno del Tribunal la legitimidad constitucional de una serie de decretos legislativos relacionados con los derechos de los pueblos indígenas. La historia, sin embargo, de coexistencia y confrontación entre cultura oficial y culturas indígenas en nuestro país es mucho más remota. Y representa el signo más distintivo del problema de la construcción de nuestra identidad nacional, el drama de nuestra existencia misma como país.
Desde la década del 20 en el pasado siglo, intelectuales peruanos de la talla de José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Luis Valcárcel, José Uriel García, entre otros, se enfrascaron en una discusión sobre lo que llamaron “el problema del indio” y que no era otra cosa que el problema de la prolongada postergación que el hombre de los andes había sufrido desde la fundación misma de la República, y cuyo origen se remontaba a la tragedia que para ellos significó la conquista del Imperio y la larga y difícil etapa de la Colonia y el Virreynato. Pero más allá de las difíciles condiciones en que los indios vivían, de su atraso y de la dura explotación de la que aún eran víctimas por parte de terratenientes y gamonales, la discusión traía aparejada un ingrediente adicional que complicaba más el problema y que hacía difícil un encuentro entre las posturas enfrentadas: el problema cultural. Así, en la polémica sobre el “problema del indio”, la opción por la colectivización de la economía agraria del ande auspiciada por Mariátegui, o la educación del indígena para que se integre a nuestra sociedad, proclamada más por los hispanistas, había un tema irresuelto y que ponía en tela de juicio la bondad de ambas soluciones: ¿la modernización del ande, por una vía o por otra, no iba en contra de la conservación de la identidad cultural de las comunidades indígenas? A ambas soluciones se opuso siempre, por ejemplo, un escritor indigenista tan importante como José María Arguedas. En una muestra de discriminación racial inversa, otros autores indigenistas alentaban más bien la imposición de lo indígena como sello único de nuestra identidad, anunciando el retorno a un idílico imperio incaico, en una “utopía arcaica” de carácter racial y cultural que muchos han rechazado (Mario Vargas Llosa).
La evolución de nuestra historia republicana ha llevado, sin embargo, el problema de lo indígena por rumbos inesperados. Las migraciones del campo a la ciudad, producto del empobrecimiento del indio durante la reforma agraria y de la violencia política que azotó a los campesinos más pobres de nuestras serranías en la época del senderismo, iniciaron un proceso no sólo de aculturamiento o mestizaje, conocido como “cholificación del Perú” (Aníbal Quijano), sino que produjeron la pérdida en muchos sentidos de aquella “identidad indígena o andina” que había sustentado los sueños arcaicos de muchos indigenistas. Es obvio que en nuestro país aún existe marcada la cultura de lo andino, pero es difícil que la misma permanezca pura y autónoma, sin ningún grado de relación con la cultura oficial costeña u occidental. Es obvio también que los problemas de marginación de la población de la sierra aún existen y en niveles aún muy grandes. Es obvio que tenemos también un gran problema de racismo y de discriminación por dicha razón. Sin embargo, es probable que en estos temas ya no esté tan marcado el tema de la identidad cultural como presupuesto para el ejercicio de los derechos establecidos, entre otros documentos, en el Convenio 169 de la OIT. Ello no quita, por supuesto, que nuestra herencia cultural sea negada ni menos que no sea respetada y conocida e incluso promovida en lo que aún quede vivo de ella, como muestra auténtica de nuestra vida como nación pluricultural.
Dos problemas relacionados con el pluralismo cultural han quedado, sin embargo, aún luego de este profundo cambio social, por resolverse. Uno de ellos es la informalidad o que puede ser denominado también como “plurilegalidad”, esto es, la coexistencia junto con el derecho oficial de distintos derechos en distintos espacios sociales. Un claro ejemplo de ello, es la reciente Ejecutoria vinculante de la Corte Suprema que resuelve el tema de las rondas campesinas, y donde más allá de estar éstas inmersas o no dentro de una Comunidad Campesina, tal y como lo manda la Constitución, la Corte ha dicho que éstas pueden ejercer jurisdicción dentro de su competencia. Es decir, aún cuando ya no es un problema cultural, la ausencia del Estado en muchos ámbitos de desenvolvimiento social, ha generando la presencia superpuesta de otros órdenes legales que actúan muchas veces autónomamente, y que el Estado puede llegar a reconocer. Ello ha sucedido también con el problema de la administración de las cuencas de agua en la sierra, las cuales están en manos de los propios pobladores, pero cuya situación se hace a veces insostenible debido a la presión cada vez más fuerte sobre este recurso natural, lo cual hace que el Estado se vea en la obligación de intervenir, generando con ello un conflicto entre derecho oficial y derecho local autóctono.
Con todo, el problema más grave que aún queda por afrontar en materia de multiculturalismo es el tema de las comunidades indígenas y nativas de la amazonía. Los marcados desencuentros entre comunidades y gobierno, desde hace ya dos años en que comenzó el intento del gobierno por regular una serie de materias sensibles para dichas comunidades, han estado marcados no sólo por la contraposición de intereses económicos (defensa de su territorio por parte de las comunidades indígenas y utilización de dichos terrenos con fines agrícolas y extractivos por parte del gobierno), sino por un fuerte reclamo de respeto a la identidad cultural. La cosmovisión de los pueblos amazónicos se presenta muy distinta a la nuestra y la dificultad de la comunicación y comprensión entre nuestra cultura y la suya se hizo notoria en todo este conflicto (sólo como ejemplo puede citarse nuestro desconocimiento del valor espiritual que para estos pueblos tienen sus tierras). Para colmo de males la actitud dialogante y consensualizadora propia de las democracias modernas no estuvo presente en esta ocasión y en muchas momentos se notó, de parte del gobierno, una postura autoritaria e impositiva sobre dichos pueblos. Lo que resultó grave en este caso, puesto que las comunidades reclamaron el diálogo no sólo como una forma de arribar a un acuerdo, sino como un derecho que se les estaba siendo negado, a pesar de estar expresamente contemplado en un tratado internacional, como el Convenio Nº 169 de la OIT: el derecho a la consulta.
En sede del Tribunal queda pues como primer reto definir los contornos dogmático-constitucionales de este derecho, aún cuando corresponde al Congreso regular más detalladamente el procedimiento para el ejercicio del mismo. Ésta, creemos, es una tarea que no puede esperar más si se quiere tomar en serio los derechos de estos pueblos y evitar futuras confrontaciones violentas. Por otro lado, el gran problema es el tema de la tierra. Dos son las disposiciones que los pueblos indígenas consideran más peligrosas. Una, la contenida en el artículo 5 del Decreto Legislativo Nº 1089, según la cual los poseedores de tierras que hayan habilitado terrenos para fines agropecuarios con anterioridad al 31 de diciembre del 2004 y que tengan la calidad de terrenos eriazos, pueden alcanzar la titulación de los mismos ante COFOPRI. Esto se concuerda con el artículo 3 del Decreto Legislativo Nº 994, según el cual son terrenos eriazos de dominio del Estado, aquellos con aptitud agrícola no explotados por falta o exceso de agua, salvo aquellos sobre los que exista propiedad privada inscrita en Registros Públicos.
Estas disposiciones, sin embargo, pueden resultar peligrosas, pues como ha dicho la Defensoría del Pueblo en su Informe Nº 016-2008-DP/ASPMA.PCN, muchas de las tierras de las comunidades indígenas de la amazonía carecen de título de propiedad, con lo cual no podrían defenderse ante una probable titulación por parte de COFOPRI. Recomienda la Defensoría, por ello, primero una titulación y delimitación de dichas tierras, para luego proceder a cualquier reversión a favor del Estado, cesión a particulares o procedimiento de titulación a favor de terceros posesionarios. En igual sentido, hay muchas comunidades en situación de aislamiento o contacto inicial, para las cuales no se han constituido aún reservas territoriales, que podrían quedar afectadas. Debe en todo caso establecerse, según la Defensoría, una exclusión de dicha declaración de terrenos eriazos a las tierras de las comunidades indígenas y nativas.
Aún cuando fueron derogados, otros decretos pretendían la declaración en estado de abandono de tierras de la selva para su reversión a favor del Estado y la enajenación más sencilla de dichos territorios, a través de un procedimiento de aprobación más sencillo en el seno de la comunidad. Muchas comunidades indígenas se opusieron y llegaron hasta el uso de la violencia. Estas medidas buscaban, sin duda, un modelo de desarrollo expansivo de la economía de la selva. Así lo declaró el propio Presidente de la República en sus artículos sobre “El perro del hortelano”. Sin embargo, tuvo resistencia de parte de las comunidades que, reivindicaron en contra de dicho modelo su forma de vida, identidad étnica y derecho al territorio. Qué modelo sea más conveniente es una cuestión que no puede responderse, sin embargo, desde nuestra posición cultural. Sólo debe ser respondida desde su propia cosmovisión, la cual deberá ser respetada. A la justicia constitucional le cabe, desde nuestro punto de vista, comprender dicha cosmovisión, acercase a ella, para lograr proteger mejor los derechos consagrados en los documentos internacionales. Si a ellos les conviene más un acercamiento con el modelo de desarrollo que ofrece la modernidad sólo podrá saberse luego de una adecuada interrelación entre nuestras culturas y del conocimiento mutuo y respetuoso que ambas puedan abarcar en un diálogo fructífero y bien intencionado que debe ser promovido también como parte de la función ordenadora y pacificadora que le corresponde al Tribunal Constitucional.
Estimado Johan:
ResponderEliminarInteresantísimo el post. Se ve ademas un trabajo interdisciplinario importante (las reseñas a pensadores peruanos del ultimo siglo y visiones de pais). El problema sigue siendo a mi entender en que línea podemos lograr este dialogo entre "derecho oficial" y derecho "local" que propones, y que parece necesario ciertamente. La función pacificadora y ordenadora del TC a la que haces mención ya casi al final, como se entenderia desde este esfuerzo?.
Es decir, el TC viene a mediar ante ciertos conflictos pero desde la Constitución en principio, y tambien de lo que de ella se desprenda aunque esto sea algo gaseoso y no muy desarrollado (como bien señalas), pero ... como entender esta función poniendose de parte de un derecho local ?. A mi entender habria que desarrollar desde la doctrina misma, una linea no trazada aun, que le da mayor sostenibilidad a este esfuerzo que dices el constitucionalismo debe abordar,
saludos,
CESAR ZG